EL CAMINO DEL CIELO QUIMICO
Jacques Tol
Nuevamente traducido al frances
Muchas personas me acusarán de temeridad y de presunción cuando vean que me atrevo a intentar instruir a tan grandes sabios dentro del arte quimico, enseñandoles cosas que han ignorado hasta el presente, o haciendoles notar aquellas que han entendido mal, precisamente yo, que estoy tan alejado del perfecto conocimiento de este arte. Pero poco me importa el juicio que se haga de mi mientras pueda yo ser útil al común. Si los sabios encuentran aqui alguna cosa que no sea de su agrado, la sinceridad con que la escribo debiera servirme no tanto para atraer su indignación como para servirme de excusa ante ellos.
Y, ciertamente, tanto si el error me ha cegado como a otros tantos como si un trabajo mas certero me ha conducido a la verdad, lo que siempre será seguro es que muchos serán los que en el futuro se retirarán dejando atrás dispendios inútiles por trabajos infructuosos y la pérdida del tiempo que les debe ser tan precioso y querido.
El método que me he propuesto para realizar una Obra tan excelente y bella, es totalmente distinto del que los demás han seguido. En un camino tan resbaladizo, que llevó a tantos hasta el precipicio, tengo por guía al sabio Paracelso y al famoso Basilio Valentin, mil veces más docto e instruido que aquél.
Ya había resuelto disponer los vasos; había empezado la preparación del Mercurio, según la doctrina de Filaleteo, mediante múltiples lociones y trituraciones; había ya disuelto y purgado los metales con vinagres y aguas fuertes, cuando por una fortuna inesperada cayó en mis manos un libro intitulado: El gabinete hermético. Leí este libro con una avidez extraordinaria sin entender nada de él, pero tras comprender que Paracelso jamás consideró las cosas que otros habían confiado a su buena fe*, empecé a examinar con más exactitud la naturaleza de los metales, y a compararla con las experiencias que otros ya habían realizado. Tras lo cual, y ya con el espíritu más despejado, me dí cuenta de que nadie había decidido tomar una vía totalmente distinta, siguiendo la que este adepto había inutilmente recomendado a nuestro Paracelso. Dejando, pues, a un lado, todos los sentimientos adversos, me propuse esta regla certera con la cual logré alcanzar felizmente el fin de mi carrera.
Que la Piedra de los Filósofos debe ser hecha en tres o cuatro días.
Que los dispendios no pueden exceder la suma de tres o cuatro florines.
Y que un solo crisol o vaso de tierra es suficiente.
Y estimo que deben ser rechazadas todas aquellas proposiciones que no concuerden con estos tres aforismos. Provisto de una gran suerte, Basilio Valentín me ha sido de gran ayuda, pues tras representar un crisol en sus primeras claves, ordena que se debe continuar por esa vía y dejar a un lado todos los demás vasos, el fuego de lámpara, el estiercol de caballo, de ceniza, de arena y de llamas, y aplicar su espíritu a los más profundos secretos del arte.
Después de algunas ligeras pruebas, me sentía más lúcido que nunca, y comencé a observar más cosas de las que había esperado: Sí, gracias a un trabajo y a una aplicación de espíritu extraordinarios, he visto cosas que, a mi parecer, jamás nadie ha visto, ni siquiera durmiendo y en sus sueños. Algunas de ellas las he explicado en mi tratado intitulado: Los acontecimientos imprevistos y fortuitos, las cuales repetiré aquí suscintamente, añadiendo además otras muchas, con el fin de dar algunas luces a los curiosos.
He dicho que esta es una obra de tres o cuatro días, pero para hablar con más exactitud debo decir que hay una obra que dura tan sólo tres horas, pues la obra es doble y dividida en dos, como sucede también con aquello que han llamado la Piedra de los Filósofos. Y, en efecto, es un gran error y muy frecuente entre los químicos, decir que la Piedra filosofal no es tal sino cuando ha alcanzado la absoluta perfección, es decir, cuando a partir del fermento de la Luna o del Sol, es preparada por la multiplicación. Pues existe otra (Piedra) que es imperfecta y que Basilio llama Todo en Todo, y de la cual nos ofrece el método en sus diez primeras claves, en la undécima nos da el método para aumentarla y en la duodécima su entera multiplicación. Yo la llamo imperfecta por su comparación con la otra, que es perfectísima, pero, no obstante, es perfecta en sí y de naturaleza perfecta, cosa que pobaré fácilmente por la autoridad de Bernardo el Trevisano y la de otros adeptos que han escrito sobre ella.
Esta primera obra es, pues, llamada la obra de las tres horas, y también de los tres días, pero de tres días filosóficos, como indicaré a continuación.
La segunda obra llega a su término en el espacio de tres o cuatro días naturales; y este inmenso tesoro que es buscado por los hombres avaros con tanto trabajo y dispendio, puede ser adquirido en este poco tiempo, sea al blanco o sea al rojo, pues la diferencia del fermento, o si lo prefieren, la adición del azufre del oro o de la plata en nuestra primera piedra, acaba y perfecciona la segunda.
Para el que observa el tiempo, lo dicho por Paracelso es muy verdadero. Los filósofos, dice, se entienden bien cuando hablan de los tiempos. Todo el mundo se encuentra en este punto extremamente confuso y rodeado de tinieblas. Hagamos un esfuerzo para disiparlas y para descubrir cosas que parecen estar hundidas en abismos impenetrables.
El año de los filósofos no es sino el ciclo solar realizado por el sol filosófico cuando por el zodíaco recorre la tierra.
EL mes filosófico es el de la luna.
La semana el de los siete planetas.
Y el día, el de la luz y las tinieblas.
El mundo es la misma materia.
El zodíaco que contiene los doce signos celestes, representa los doce trabajos del Hércules filosófico, que ya mostré en mi tratado de los acontecimientos imprevistos, estre* el sol; es decir, el ácido, cuyo curso da término al año filosófico mientras la materia se encuenra en fusión en el interior del vaso.
La Luna es el álcali, cuyo curso penetra toda la materia fundida, y uniéndose con su hermano el so, da término al mes sinódico.
La semana nos es explicada por Basilio Valentín en sus seis primeras claves, con la salvedad de que no nos habla del Mercurio que Filaleteo nos muestra como su gobernante, siendo la semana regida por su autoridad*.
La primera clave nos designa a Saturno, al agua y a la tierra; la segunda a Júpiter, al aire y al fuego; la tercera a Marte; la cuarta a la luna; la quinta a Venus; la sexta al sol perfectísimo, y a la unión íntima de los cuatro elementos. Nuestro Rey, nos dice, en su primera clave pasa por seis mansiones diferentes, y yo descanso en la séptima. Así pues, cuando la materia ha fundido lentamente en el vaso por la fuerza de su espíritu, entonces se purga por completo; por ello se convierte en su propio vinagre, del mismo modo que los metales tienen por costumbre formarse en el interior de las minas, pues antes el espíritu mercurial se coagula, se encierra* y se endurece en saturno. Por ello dice nuestro autor en algunas partes: Sólo el saturno fija el mercurio. Cuando el saturno ha sido purgado por otra circulación, se convierte en júpiter, de él se hace marte, a continuación la luna, después Venus y, finalmente, el sol, es decir, la obra perfecta. Según este mismo ciclo se deja ver el día de los filósofos, pues lo que está escrito acerca de la creación del gran mundo, a saber, que las tinieblas estaban sobre la tierra, y que se encuentra extensamente explicado en mi tratado, del que ya hablé más arriba, así como aquel pasaje en el que está dicho: la luz fue hecha en el primer día, exigen que su verdad sea observada mediante alguna experiencia*.
Triturad el antimonio en un mortero filosófico y cribadlo, es decir, fundid el antimonio en un crisol, removiendo y golpeando el crisol*, hasta que el régulo* se deposite en el fondo; y si trabajáis según conviene, vuestro régulo se verá estrellado desde la primera fusión, obteniendo de este modo la luz después de las tinieblas y una luz celeste, y esto si por medio del pequeño comentario que os ofrezco a continuación y que os abrirá el cielo químico, sois capaces de comprender lo que es el cielo, pues este cielo extendido colorea los campos de púrpura y se reconocen en él los astros y el sol.
Pero esto cuando aún falta para la llegada del mediodía, apenas el día comience a asomar, pues nuestro Hércules espera que las tinieblas, en las que él se encuentra como amortajado*, sean disipadas, para regocijarse entonces de la fulgurante luz del mediodía. Por ello los poetas le han llamado su caos, pues es en el antimonio en donode todas las cosas se encuentran primeramente confusas, se separan y se dividen por la sola fusión, de modo tal que podríais creer con facilidad que Ovidio hubiera tomado de esto el sujeto de sus Metamorfosis.
También se ve muy claramente que no es posible usar un vaso de cristal para la preparación de la materia, sino que se debe utilizar un crisol o un vaso de tierra que resisten el fuego; y el fuego debe ser constante*, no como el de lámpara, sino como el que se encuentra unido al mercurio, el cual se perfecciona y alcanza su término por un movimiento constante y continuado; en cuanto a los otros fuegos, conviene interpretarlos de un modo distinto al que acostumbra el vulgo.
Así se debe empezar por comprender qué es la circulación, la sublimación, la trituración, la digestión, y todas las demás operaciones químicas, en qué medida son distintas de las vulgares y con qué facilidad y en qué poco tiempo pueden ser ejecutadas. De este modo podrá entenderse el sentido del enigma de Hermes cuando pide que las cosas superiores sean como las inferiores, y las inferiores como las superiores; también podrá comprenderse qué es lo que el viento lleva en su vientre y qué significa que el sol es su padre y la luna su madre*. Y ya no volveréis a ignorar cuál es esta agua seca que no moja las manos.
Y, en fin, vosotros, seáis quienes seáis, los que aún dudáis de lo que os digo, fundid solamente el antimonio y aplicaos a ver exactamente lo que acontece; y veréis en él todas estas cosas, veréis en él las palomas de Filaleteo, oiréis el canto de los cisnes de Basilio y este mar de los filósofos del que he hablado extensamente en mi tratado de los acontecimientos fortuitos e imprevistos.
Es conveniente que os hable ahora de los dispendios necesarios. Yo, que prefiero el conocimiento de la piedra filosofal, sin espíritu de sacar provecho alguno de ella, a esta misma piedra tingente hasta el infinito*, no pretendo sufrir los reproches secretos de aquellos que me acusarán de aprovecahrme de los trabajos de otros. Y porque ha sido la divina bondad la que me ha formado, me siento dichoso por los escasos bienes de los que dispongo, y percibo aún una dicha mayor y mucho más perfecta* cuando en la entera sinceridad de mi confianza* muestro a los demás como con los dedos*, el camino de enriquecerse.
Haced fundir, como ya os dije antes, el antimonio hasta obtener un régulo* estrellado, sin mezclar en él marte, pues nuestro rey entra solo y sin satélites en la Fuente; entonces tendréis todas las cosas: ya lo he dicho muchas veces, lo tendréis todo y nada.
Para mostraros que marte no debe entrar en la composición del régulo*, he aquí una experiencia que os convencerá de ello. Fundid régulo* de antimonio y de marte, y agregad la mitad de su peso de luna; y cuando todas estas cosas estén bien fundidas, vertedlo todo en agua fuerte, entonces veréis un polvo negro que precipitará en el fondo, como la que Becker encontró en su mina arenosa. Y este polvo, sea cual sea la industria que tengáis entre manos*, y sea cual sea el artificio del que os sirváis, no puede fundirse en oro, porque se trata de marte totalmente puro.
Así pues, aquellos que creen que en la composición del régulo* no interviene más que el espíritu sulfuroso de marte, tropiezan groseramente. Yo he hecho la prueba con oro muy puro: he introducido veinte gramos de oro en una copela; una vez fundidos he agregado poco a poco régulo* de marte, y de todo ello he obtenido treinta gramos de oro, y de este modo mi oro ha sido aumentado en una tercera parte* tras haber resistido la prueba del fuego. Pero he visto que mi oro era frágil a causa de las partes de marte que le fueron unidas; y por un método secreto separé mi oro purísimo obteniéndolo en el mismo peso que al principio.
Pero volviendo al dispendio necesario, ¿acaso es un desembolso excesivo el que supone tomar una libra de antimonio, media libra de tártaro y de sal nitro y hacer fundir todo esto en un crisol y, una vez purgado hasta la aparición de la estrella, añadir una parte de oro o de plata?*
Y si alguno cree que permanece en el error porque no le he mostrado lo poco que falta para lograr la piedra filosofal, y sin lo cual, a decir verdad, todo lo que he dicho es inútil, que piense que jamás se enseñan todas las cosas a la vez y en un mismo tiempo; vendrá un día en el que descubriré el misterio entero, y haré ver que no hay más vía verdadera que la nuestra, ni que se realice con más premura ni con menos coste. Y para dar alguna satisfacción a las prisas que se puedan tener, añadiré una experiencia que facilitará el medio de llevar su espíritu hasta la búsqueda más profunda de este arte.
Haced un régulo* de marte y de oro o plata; tomad una parte del uno y del otro, y poned la de oro sobre una pieza de plata, y la de plata sobre una pieza de cobre; enrojeced estas piezas sobre una teja: el antimonio se exhalará; al instante veréis que vuestra pieza de plata se encuentra teñida y penetrada por un intenso color rojo, y la de cobre teñida y penetrada de color de plata. Y si colocáis sobre una teja una pieza de plata, sobre la que se encuentra el régulo* de oro, colocando un poco por encima otra pieza de plata de manera que cubra a la otra sin tocarla y cuidando que no caiga ceniza sobre ella, la pieza de plata que se encuentra más arriba adquirirá el color del oro por medio del régulo* solar que, en su fusión, se lleva el oro y lo volatiliza. Por este medio se puede obtener un oro potable más* perfecto que el vulgar: esto es lo que puede ser llamado el verdadero oro de los filósofos.
He mostrado a mis amigos dos de estas piezas de plata y de cobre, bellísimas y perfectísimas, y cuando fui a Italia, al pasar por Berlín, las ofrecí como presente al Serenísimo Elector Federico Guillermo, mi soberano Señor, quien mostraba gran curiosidad por las cosas raras*.
Sigo adelante* para decir una cosa no menos notable. Fundí plomo al que añadí una parte de régulo* solar, y vi, no sin admiración, que ese plomo no se reducía en escoria, aunque permaneciese mucho tiempo en el fuego; al contrario, apareció como purgado de sus impurezas y, en cierto modo, cambiado o transmutado.
Este régulo*, bien preparado, contiene, pues, el verdadero oro potable de los filósofos, el cual es ávidamente bebido*, no por hombres como nosotros, sino por el hombre químico, y por los animales; y su mercurio, íntimamente unido al oro y a la plata, dona la amalgama filosófica.
Aún puede observarse otro misterio en la preparación, es la manteca* de antimonio filosófico. La comparación que hace Basilio Valentín en su Carro Triunfal del Antimonio, puede ser con justicia recordada aquí*: dice que la piedra de los filósofos se hace de la misma manera en la que nuestros aldeanos hacen manteca y queso a partir de la leche. Nuestra vaca es el antimonio, cuya leche, que es el régulo*, una vez agitado, da lugar a la manteca, que no es otra cosa que el azufre rojo; y este azufre es una verdadera manteca de antimonio. Por lo que hace al resto, cualquiera puede explicarlo con facilidad.
Pero alguno podría decirme que Basilio Valentín quiere que se tome el vitriolo para hacer la piedra, y no el antimonio. Pero pensad (como pide él mismo) ¿Qué cosa es el vitriolo sino un azufre?, y el antimonio, ¿qué cosa es sino el mercurio?* En la actualidad* se concibe con acierto lo que es el antimonio y el vitriolo de los filósofos, y es éste uno de los secretos más importantes, hasta tal punto que si lo ignoráis, todo vuestro trabajo será inútil. Aún hay otras muchas cosas, pero la entrada es difícil: yo os ayudaré en la medida que me sea posible, y como hizo el sol en la fábula, advertiremos a nuestro Faetón de temer y temblar siempre hasta el final de su carrera, con el fin de gozar un día de los frutos de las Hespérides. Comenzaré por el principio*.
El antimonio purísimo es la primera materia, tan ardientemente deseada y buscada con tanto cuidado por tantas gentes; es decir, que en el antimonio hay cierta humedad aérea, maravillosamente mezclada de calor, del cual ya hablé la principio y muchas veces en algunos pasajes de mio Acontecimientos imprevistos. Esta materia está dispuesta y gobernada por los rayos del sol y de la luna de los filósofos en su mar, y es conjuntada con el calor seco de su tierra.
He aquí lo que produce nuestra materia segunda, nuestro hombre químico, del cual he prometido que explicaría sus enfermedades, así como la devolución de su perfecta salud a través de los remedios que Basilio Valentin me ha indicado en su Carro Triunfal del Antimonio, si Dios me concede ocio suficiente*.
Tenéis ante vosotros el huevo que contiene y encierra el blanco y el amarillo, del que un día debe nacer* un pequeño gallo que mediante su agradable canto despertará por la mañana a los verdaderos amantes de la química.
Creo que son muy pocos los que no han notado que entre los jeroglíficos de los dioses de la antigüedad, el gallo está particularmente consagrado a mercurio. Albricus, en su pequeño Tratado de las Imágenes de los Dioses, dice estas pocas palabras al hablar de Mercurio: Había frente a él un gallo que le estaba especialmente dedicado. El gallo es, pues, el signo y la señal del mercurio, mercurio que los químicos vulgares tienen frecuentemente en su boca pero rara vez entre sus manos, y jamás en la mediación de su espíritu; y sin embargo el mercurio es su Todo: pero mientras busquen ese Todo en el mercurio vulgar, jamás encontrarán nada.
El verdadero y simple mercurio de los filósofos es, pues, aquel del cual he dicho antes que es húmedo, aéreo, cálido, espíritu volátil, el hermafrodita Ovidio, el ácido y el álcali volátil, el mercurio doble unido al azufre y a la sal filosófica, o al ácido y al álcali fijo: aquello que se forma cuando se unen ambos en régulo* siendo rechazadas las heces y las inmundicias. Pero aún no es puro; es necesario que el rey entre en su baño filosófico y se lave; que muera en él; que se vivifique en él; y que una vez revestido de su manto de púrpura, se siente sobre su trono.
Acudid, pues, prestos aquí, vosotros, químicos mercuriales que atormentáis incesantemente mis oídos con vuestras fijaciones y coagulaciones del mercurio vulgar; aprended de esto que os he dicho lo que es el mercurio filosófico, su fijación, su coagulación, su precipitación, su sublimación y su revificación, pero aprended antes qué es lo que los filósofos entienden por morir.
Sin duda habéis visto alguna vez muertos o moribundos; ¿acaso no habéis observado que una vez extinguido el espíritu cálido volátil que tiene por costumbre* penetrar todos los miembros del cuerpo y vivificarlos, la sangre se aglutina y se coagula en el cadáver? Del mismo modo, la muerte, según los filósofos, no es sino la coagulación y fijación de la materia volátil.
Y pues, ¿acaso el régulo* no es volátil? Fijadlo y estará muerto. Pero ¿está un cadáver en estado de entrada en una nueva habitación? ¿Acaso no permanece en su sepulcro en paz y en reposo eternos, según he leído muchas veces en las inscripciones de los viejos? ¿Acaso no permanecen en la tumba hasta el momento de ser resucitados por una potencia divina*? Del mismo modo, nada fijo entra en los otros cuerpos metálicos. Devolved la vida a este cuerpo: es decir, desde el fijo en el que se ha convertido, convertidlo de nuevo en volátil, entonces entrará con facilidad*. Hay, al decir del poeta, un calor y un espíritu vital en el cuerpo que nos abandona con la muerte.
En fin, ¿de qué color son los cuerpos muertos? Según los poetas la muerte es violeta, o más bien negra; y la vida, ¿acaso no es de una blancura como la de la luz? Entonces sabéis que quieren significar los filósofos con ennegrecer y blanquear. ¿Y es que alguien ignora aún lo que es el ornato blanco de los ángeles?, incluso los niños con apenas uso de razón los reconocen al verlos pintados con sus alas. Y si tienen alas, sus espíritus son, pues, volátiles.
Vosotros, los que buscáis con una aplicación extrema vuestros diversos colores en vuestros vasos, venga, alejaos*. Vosotros, los que atormentáis mis oídos con vuestro cuervo negro, estáis tan locos como aquel hombre de la antigüedad que acostumbraba a aplaudir en el teatro, aunque estuviese solo, porque siempre se imaginaba que tenía ante sus ojos algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis vosotros cuando, vertiendo lágrimas de dicha, imagináis que véis en vuestro vaso a vuestra blanca paloma, a vuestra águila amarilla y a vuestro faisán rojo, venga, alejaos de mí si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija, pues ella no penetrará los cuerpos metálicos más de lo que penetraría el cuerpo de un hombre del mundo unas sólidas murallas.
Leemos en la Santa Escritura que el ángel abrió las puertas de la prisión al querer extaer la piedra santa*, pero no le fue necesario abrirlas para entrar en ella. Leemos también que Jesucristo entró en la asamblea de los apóstoles estando las puertas cerradas, pero esto fue después de su gloriosa resurrección. Comprended, pues, a través de estos ejemplos aquello de lo que el razonamiento no ha podido hasta el presente persuadiros. ¿Queréis aún alguna cosa más? ¿Por qué, os pregunto*, envolvéis vuestro polvo en la cera cuando queréis hacer una proyección? ¿Por qué calentáis vuestro mercurio o fundís vuestro plomo antes de añadir vuestro polvo? ¿Por qué sometéis a un buen fuego de supresión* a vuestro crisol mientras el fuego es dulcísimo* en la parte inferior? ¿Por qué, en fin, continuais manteniendo con un fuelle un fuego fuerte durante media hora, si no es afin que vuestra materia volátil penetre prontamente el mercurio o el saturno, y no se evapora antes de la transmutación?
He aquí lo que tengo que deciros acerca de los colores, a fin de que en el futuro abandonéis vuestros trabajos inútiles, y a lo que añadiré una palabra referente al olor.
La tierra es negra, el agua es blanca, el aire, cuanto más cercano está al sol, más se amarillea, el eter es rojo por completo. Del mismo modo la muerte, como ya ha sido dicho, es negra, la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más próxima se encuentra de la naturaleza angélica, y los ángeles de puros espíritus de fuego*.
¿Acaso el olor de un cadáver no es enojosa y desagradable al olfato? Así el olor hediondo en casa del filósofo denota la fijación; por el contrario, el olor agradable señala la volatilidad, porque se aproxima a la vida y al calor. Plutarco recuerda en cierto lugar que el olor desprendido por los hábitos de Alejandro el Grande después de realizar algún ejercicio violento, era muy agradable. Así, cuanto más puro y cálido es el aire de un país, más odoríferas son las hierbas que crecen en él. La Arabia feliz nos proporciona certeras pruebas de ello: el arte imita hasta tal punto la naturaleza, que los excrementos más hediondos del cuerpo humano adquieren un agradabilísimo perfume por una simple digestión y con la ayuda de un fuego proporcionado ¿qué es sino la algalia?. En consecuencia, tenemos necesidad del socorro del fuego. Basilio y los demas adeptos tienen muchos tipos de fuego: hay un fuego celeste y hay un fuego terrestre, aquel es el del espíritu volátil, este el del cuerpo fijo; uno es el del Sol superior, el otro es del sol inferior, como afirma Sendivogius y como dice Cicerón, de este género es aquel que se encuentra contenido en el cuerpo de los animales y que es llamado fuego vital y salutífero, que conserva todas las cosas, las nutre, las aumenta, las sostiene y las capacita para el sentimiento: pero lo que admiraréis, sin duda, es que hay un fuego frio del mismo modo que hay un fuego caliente; ese fuego frio es mercurial, volátil y femenino. El fuego cálido es sulfuroso, fijo y macho. Y además de eso, todavía hay otros fuegos, que son los que estan ocultos en la materia, que los quimicos vulgares creen que son externos y en eso se engañan. Basilio discurre a este respecto muy largamente. Tambien hay fuegos externos, entre los que podemos contar el fuego del juicio final, es decir, el fuego de prueba que se opera por medio de Saturno en la copela, por eso Basilio lo llama Juez Soberano, de igual manera que en el cielo es el planeta mas alejado y mas elevado por encima de nuestras cabezas.
Todavía hay el fuego de Etna, o infernal, del que os hablaré en otra parte, por temor de fatigaros con una lectura demasiado extensa, y para refrescaros un poco os voy a ofrecer vinagre, pero del vinagre destilado muy agrio, con el que podréis (cuando os parezca bien) preparar la tintura de coral, es decir, el acido o el azufre fijo, o bien os prepararéis perlas, es decir, el alcali, y beberéis para fortaleceros del vino o espíritu de vino antimonial: si a todo esto preferís la medicina universal, podréis tomarla con el bálsamo filosofico, no hay ningun otro licor alkaest que pueda disolver todas las cosas sin perdida ni disminución de sus fuerzas: es el Alkaest de Paracelso, totalmente espiritual, agua celeste, y nuestra agua fuerte, etc. Hacia el fin del otoño beberemos el nectar y la ambrosía contenidos en el cielo quimico, pero filosoficamente y del que apenas se han ofrecido los primeros fundamentos. Seas quien seas quien leas esto, deseo que te sea provechoso y te digo adios.
Amsterdam, el día que sigue a las Calendas de setiembre del año 1688
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